Valientes y valiosos

2.4.09

La voz de la experiencia


- ¡Fernando, baja! ¡Tengo que hablar contigo!
Todas las contraventanas se cerraron de golpe, y experimenté una leve punzada de placer, aunque sabía que, entre todos los habitantes de aquella casa, mi primo sería quien menos intensamente padeciera los efectos de mi rudimentaria venganza.

- ¡Fernando, sal! ¡Te estoy esperando!
Dos mujeres con sendas lecheras en la mano, se asomaron a la esquina de la calle para averiguar las causas del griterío, y su aparición me animó a introducir un nuevo elemento en el espectáculo. Cogí una piedra pequeña y la estrellé contra la fachada de la casa de Teófila, mientras chillaba sin parar, controlando siempre de reojo las ventanas por si Fernando, vencido por la tentación de asistir a la representación de mi ruina, se asomaba un momento a mirarme tras los cristales.

Pronto llegué a congregar una pequeña multitud de espectadores, les veía y oía sus voces, susurraban mi nombre, pero su presencia pronto dejó de consolarme, porque por mucho que se encendieran las mejillas de la madre de Fernando cuando no le quedara más remedio que salir otra vez a la calle, por mucho que estuviera sufriendo su hermana a ver chismorrear a sus amigas en la acera, por mucho que aquel episodio pudiera empañar el triunfal regreso al pueblo de un hombre tan orgulloso y tan celoso de su reputación, como su padre, lo único cierto y perdurable era que yo antes le tenía, y ahora lo había perdido, y poco a poco empecé a comprender que nada ajeno a la nada, al indolente vacío que iba conquistando lentamente y sin alardes el interior de mi cuerpo, transformándolo en un falso simulacro de plástico y cartón piedra, tenía ya importancia alguna. (...)

-¡Qué pena que no esté aquí tu abuela para verte tirada en la acera, delante de mi casa, suplicando como una perra!
Levanté los párpados y mis ojos, empañados por la oscuridad de la que emergían, se dolieron de la luz antes de descifrar lentamente la figura de Teófila, una anciana todavía imponente que me miraba desde el centro de la calle, dos bolsas de nailon repletas de comestibles flanqueando sus tobillos. (...)
- Entre en su casa y dígale que salga, por favor, sólo quiero hablar con él, no tardaré más que un momento, es que tengo que hablar con él, en serio, tiene que explicarme una cosa, dígale que salga y me iré de aquí, y no les molestaré más, pero necesito verle, de verdad, aunque sean sólo cinco minutos, con eso tendré bastante, se lo pido por favor, por favor entre y dígale que salga.
- No va a salir, Malena - me contestó, después de un rato, mientras la compasión conquistaba ya netamente su rostro - aunque yo se lo diga no va a salir. ¿Y sabes por qué? Pues porque, por muy nieto mío que sea, no tiene cojones para mirarte a la cara. Ni más ni menos. Y es siempre así, todos son lo mismo, muchos cojones por aquí y muchos cojones por allí, y al final, ninguno vale para hacer puñetas.
La miré, y en la misteriosa armonía que encontré en su rostro, aprendí que me estaba regalando la única verdad que conservaba.
- Hazme caso, es una faena que tengas que aprenderlo tan pronto, siendo tan joven, pero no hay otra, en serio que no hay otra, y si no, mira a tu abuelo. El sí que tenía más cojones que nadie, y, ¿me quieres decir para qué le sirvieron? ¡Pues para jodernos la vida a la vez a tu abuela y a mí!, ¿me oyes?, ¡dos mejor que una!, que ése luego lo arreglaba todo pagando carreras en Madrid!. ¿Y tú estás aquí lloriqueando por uno igual? No, hija, no, así no, por ese camino no se va a ninguna parte, te lo digo yo. Tú no me mires a mí, mira a tu tía Mariví, que se casó a los veintiún años con un embajador de cincuenta que bien poca guerra iba a dar ya, o a mi hija Lala, que empezó a tener antojos el mismo día que dejó de tomar la píldora, que ésas sí que lo han entendido, de sobra lo han entendido, esas dos... - y entonces hizo una pausa, porque los ojos se le estaban poniendo vidriosos, y me miró por última vez, como si se estuviera mirando en un espejo. - Claro está que, para eso hay que haber nacido valiendo.
Cogió las dos bolsas y giró sobre sus talones para recorrer el corto trecho que la separaba de su casa.
-Dígale a Fernando que salga, por favor.
Asintió con la cabeza a mi última súplica, y abrió la puerta con llave para cerrarla tras de sí, sin volverse nunca a mirarme.
Yo regresé a la acera y me senté allí, a esperar, y esperé mucho tiempo, mientras el sol cruzaba lentamente sobre mi cabeza, hirviendo en el asfalto de la calle, hasta que alguien de aquella casa se apiadó de mí y llamó a la mía para que vinieran a recogerme.
Cuando me senté en el coche, al lado de mi padre, volví la cabeza por última vez, por si Fernando se asomaba para verme marchar, como en las películas, pero ni siquiera entonces se acercó a la ventana.

Malena es un nombre de tango,
Almudena Grandes


3 comentarios:

S. dijo...

Me ha dejado conmoncionada!
Siempre hay algún fernando.
qué tontas somos algunas veces,me gustaría leerme el libro.

Ismael gimeno dijo...

excelente el relato que nos compartes.
Tengo que darte la razon a tu comentario, hay tantas cosas que deberian hacerse y solo se hacen a medias.
Un afectuoso saludo

borraeso dijo...

Me duele el dolor cuando se lucha por alguien que no quiere darse...

Debiera estar escrito en los genes: lucha por tu amor cuando es el tuyo, pero no luches cuando te das cuenta que no lo es... a qué preguntar por qué si no quiere contestarte...

No leí el libro. quizá algún día...

Un beso.