Valientes y valiosos

19.1.09

Robert Graves y la bruja que le hechizó

La mitología griega siempre me ha maravillado, y en cuanto busqué un poco de información, supe que Robert Graves era quien mejor me podía ilustrar acerca de toda la mitografía de la hélade. Su libro, Los mitos griegos, era una especie de diccionario acerca de la visión antigua helena. Así que mi primera impresión acerca de este autor fue la de un erudito de la Grecia arcaica; más adelante supe que también había escrito Yo, Claudio, por lo que mi imagen mental de sabio experto se reforzó.

Recuerdo que me sorprendió saber que había vivido en Mallorca (en Deiá) gran parte de su vida (no consigo asociar a los estudiosos con la vida al aire libre, lamento descubrir que mantengo el cliché de esos intelectuales que disfrutan metidos entre cuatro paredes, abstraídos por los volúmenes que descansan sobre estantes de espaciosas, soleadas y tranquilas bibliotecas). Más me ha sorprendido descubrir, a través de Rosa Montero y su biografía de Laura Riding, que mi druida cuentacuentos favorito, el instruido escritor que tan bien supo reflejar leyendas sobre los dioses olímpicos, estaba medio chalado y gozó de una vida bastante más agitada de lo que mi esquema mental le había atribuido al ancianito. Y Rosa Montero dice así:

Robert Graves era un joven escritor que, tras su paso por las trincheras de la primera contienda mundial, sufría una profunda neurosis de guerra. Volvió a casa débil, espantado, consciente (como todos sus coetáneos) de que el mundo conocido se había hecho trizas y de que era necesario crear uno nuevo. Sobre todo desde un punto de vista moral; si la ética burguesa había desembocado en semejante horror bélico, es que sus principios eran erróneos.
Al otro lado del Atlántico, una modernista estadounidense, Laura Riding, se dedicaba a profetizar con palabras de visionaria un nuevo orden moral. El verbo iluminado de Riding fascinó a Graves, hasta tal punto que la invitó a irse con él y su mujer a Egipto, en donde el escritor, pobre como las ratas, había firmado un contrato para dar clases en El Cairo durante tres años. Riding no lo dudó; hizo las maletas, y allá que fue.
Por entonces Graves tenía 30 años, estaba casado con Nancy Nicholson y tenía cuatro hijos. La búsqueda de la nueva moralidad pasaba en primer lugar por las relaciones sexuales y familiares; los jóvenes progresistas de toda Europa decidieron vivir sus amores honestamente, al margen de los prejuicios burgueses. Y así, lo que hasta entonces se conocía como un vulgar ménage a trois, bajo el influjo de Laura se convirtió en El Círculo Sagrado. Y es que de esta manera denominaba Riding a su relación con Graves y Nancy - Laura y Robert dormían y escribían juntos en el piso de arriba; Nancy y los niños habitaban plácidamente en el de abajo. La realidad es que este sistema utópico no podía durar; Laura dijo que la casa del Cairo estaba embrujada, Graves rompió el contrato y se volvieron todos a Inglaterra. Nancy intentó adaptarse a la parte que le tocaba del Círculo, hasta que no pudo soportarlo más y se trasladó a vivir con los niños a una barcaza en el Támesis.
" Parece una pena que, ahora que los turcos
han abandonado la poligamia,
Robert se haya decidido a adoptarla "
,
diría el padre de Nancy.
Mientras tanto, Riding escribía incesantemente, en ocasiones con la colaboración de Graves, en ocasiones sola, versos, ensayos y libros progresivamente más oscuros e ininteligibles, que sólo conseguía publicar si Graves forzaba a sus editores, obligándoles a sacar a Laura para obtenerle a él. De las obras de Riding sólo se vendían 25 copias, como mucho cien; pero mantenía el aura de escritora maldita, a la que se admira justamente porque no se la entiende, para así sentirse superior, un miembro exquisito de un grupo de iniciados.

Riding consiguió crear su propia corte, vampirizando a Graves, a su esposa y su entorno; ella era una diosa y Graves, el sacerdote. Así vivieron cuatro años, hasta que en 1929, Laura invitó al poeta irlandés Geoggey Phibbs a visitarla a Londres; él estaba casado, pero le conviritó en su amante, y Robert, pese a estar destrozado, aceptaba sumisamente la situación. Laura prometía la salvación personal en la anulación del yo; Phibbs declaró:
"He ido de un estado de no - consciencia y no - felicidad
a un estado de consciente felicidad".
Con todo, a los tres meses, Phibbs se escapó de Londres y Laura, furiosa, mandó a Robert y a Nancy a buscarle; al fin lo localizaron en Francia, pero el irlandés se negó a regresar y huyó a su país con su esposa.
Laura entonces comenzó a enviarle por correo billetes de autobús usados, alambres retorcidos, hechicerías... Al cabo mandó a Graves, quien trajo a rastras a Phibbs hasta Londres y tuvo lugar un torturador debate; cómo era posible que rechazara a Laura, cómo era posible que no quisiera continuar la Obra (Riding emprendía megalomaníacos trabajos literarios con todos sus hombres). Al amanecer, Laura, dándose cuenta de que había perdido su poder sobre Phibbs, consideró que eso era el triunfo del demonio (puesto que ella era el Bien, y no amarla era entregarse al Mal), se sentó en el alféizar de la ventana, dijo "Adiós, amigos" y se tiró al vacío desde un cuarto piso.

Graves salió corriendo escaleras abajo y al llegar al tercer piso se arrojó a su vez por la ventana; Phibbs también salió corriendo, pero para alcanzar la puerta de la calle y escapar. En cuanto a Nancy, fue la única capaz de mantener cierta calma y llamar a la policía.
Robert sólo estaba magullado, pero Riding se pulverizó cuatro vértebras y su médula espinal se quedó al aire. Milagrosamente, y contra todo pronóstico, no sólo no murió, sino que no quedó paralizada, lo cual hizo que aumentara su delirio divino; ella era mágica, sagrada, había muerto y renacido por los pecados de los demás.

Phibbs y Nancy se enamoraron, mientras tanto, y se fueron a vivir juntos.
Graves y Laura, por su parte, se trasladaron a Palma de Mallorca, y los años allí fueron el apogeo del imperio de Laura. Atraía a puñados de jóvenes idealistas, frágiles artistas a los que torturaba intelectual y emocionalmente, exigiéndoles una adoración sin límites. Graves, mientras tanto, le liaba los cigarrillos, le llevaba el desayuno a la cama, la colmaba de atenciones y regalos. Ella había dejado de acostarse con él y le trataba como a un perro.

Más adelante, la Segunda Guerra Mundial amenazaba con estallar, y los seguidores de Laura estaban convencidos de que ella era capaz de detener la guerra. Incluso llevó a cabo el Primer Protocolo, un manifiesto en el cual se decía que la historia había acabado (¿?) y se auguraba la salvación por medio de las mujeres... Por increíble que parezca, lo firmaron varias decenas de intelectuales británicos y norteamericanos. Uno de los firmantes, Schuyler Jackson, crítico literario del Time, proclive al fanatismo y parecido a Laura, comenzó una relación epistolar con Riding, y finalmente Laura abandonó a Graves por Jackson. Laura Riding encontró la horma de su zapato; Jackson era un ser tan dominante y tan desquiciado como ella. Laura acabó cocinando, fregando, limpiando sólo para Jackson, y no volvió a escribir un solo poema.

Graves se casó con una chica sensata y regresó al mundo de los cuerdos. Siete años después de haber roto con Riding, Graves publicó La Diosa Blanca, un denso ensayo inspirado en Laura.En 1960 estaba aún lo suficientemente impactado como para añadir un epílogo a su obra:
"Ningún poeta adquiere conciencia de la Musa
si no es por medio de su experiencia con una mujer
en la que la Diosa reside hasta cierto punto".
Esta exposición, a la que he sometido a unos buenos tijeretazos por obvias razones de capacidad, es una entre las crónicas relacionadas en Historias de mujeres, de Rosa Montero, donde se descubren fascinantes biografías de mujeres más fascinadoras aún (Agatha Christie, Alma Mahler, Frida Kahlo, las hermanas Brontë, Simone de Beauvoir...)
¿Quién necesita los mitos griegos con vidas reales tan apasionantes?

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